En los lugares remotos, el entorno impredecible exige pagar un cierto precio a las situaciones inesperadas e imprevistas, la naturaleza es lo suficientemente caótica e impredecible que parece lógico que exija un cierto sacrificio a los que se acercan a disfrutar o trabajar en estos escenarios (aunque para algunos son dos términos que se nos fusionan en uno solo). Ese punto de aventura, que hace que no te encuentres arropado entre algodones como en un viaje turístico de placer cuyos participantes ponen el grito en el cielo cuando aparece algo que rompe la meticulosa planificación de la agencia, da un punto de satisfacción de enfrentarte a lo insólito y desconocido.
Enfrentarse a esa entropía natural y cierto caos meteorológico, tiene su punto y deja profunda huella que te hace vivirlo con satisfacción como decía Amundsen: “Cada descubridor vive aventuras. Estas les excitan y él las recuerda con gusto. Pero nunca las busca”. Simplemente parece que las guarda en su álbum interior y las colecciona para contárselas quizás a sus nietos.
En nuestro viaje estamos continuamente a merced de acontecimientos imprevisto de diversa consideración o importancia, los vientos, las olas, las ventiscas, los témpanos más o menos pequeños que flotan, los lugares desconocidos donde desembarcar, el ir con una indumentaria cuasi galáctica que limita nuestros movimientos, el tener que cruzar tirolinas. Limitaciones, aunque controlables, hacen que una simple acción sencilla se convierta en una actuación con cierto punto de riesgo. Como la caída al mar que sufrió una de las investigadoras cuando subía la estrecha escala de unos cuatro metros, que nos permite subir o bajar del barco a la zodiac.
Parece fácil subir una escalera de unos 8 peldaños de madera, pero cuando tanto la base –es decir la zodiac- como el enganche –es decir el barco- se mueven al son del viento y de olas variables que pueden llegar a ser de 2 metros, el lanzarse a coger la escala es un acto de fe en sí mismo y en sacar de lo más profundo de nosotros el componente de trapecista que quizás nunca habíamos explotado. Cuan mecedora descontrolada, la zodiac da sus tumbos y vaivenes inesperados, chocando contra el casco del barco y en una inestabilidad continua hay que adivinar el momento preciso para lanzarse a pillar la escala. Por suerte en esta ocasión, la caída no tuvo graves consecuencias, gracias a que fue directamente al agua y no al interior de la zodiac, lo cual no hubiera sido tan bueno. Mejor un chapuzón que caer en suelo duro e irregular. A partir de entonces los integrantes de esta expedición hemos dejado las virguerías de trapecista para otra mejor y más ágil vida y nos aferramos a la maroma de la escala cuan lapas antárticas. Que si no las conocéis son de considerable tamaño.
Quizás el acontecimiento más impresionante que nos ha ocurrido en este viaje fue al ir a muestrear a una estrecha bahía en la pequeña isla Torres, rodeada de glaciares por todas partes, menos por una, que es por donde accedimos con la zodiac desde el Hespérides. Es decir, el concepto contrario a península. Al llegar la bahía ya tenía una cierta acumulación de brass (galletas de hielo de diferentes tamaño y grosor). Según se avanza con la zodiac, uno se va viendo rodeado de trozos de hielo que acosan a la embarcación por todos lados. La verdad es que uno se siente un poco como Shakleton en su aventura antártica con el Endurance, pero a escala de zodiac. Sino mirar el video tomado por mi amigo Ignacio. Para otros, no voy a señalar a los afectados, solo son interesantes los hielos translucidos que pueden servir de perfecto acompañamiento a su wiski “on the rock” de miles de años. Pero volviendo a lo que os quería contar, cada uno estaba ensimismado en sus calenturientos pensamientos cuando quizás por ese calor espontáneo, un gran rugido nos dejó paralizados y atónitos, pero buscando inmediatamente con nuestros ojos el origen de tan descomunal estruendo. El primer momento es de expectación al observar el desprendimiento de una gran pared con millones de toneladas de hielo de un color azul intenso. Es como si hubieran volado el estadio Vicente Calderón de una sola vez y toda la masa de hormigón transformada en hielo se cayera de golpe al mar. Pero esa expectación se transforma inmediatamente en un punto de acojone –con perdón- al ver como se levantan varias olas inmensas que se dirigen en todas las direcciones barriendo la bahía, incluido donde nos encontrábamos. Por suerte yo ya estaba en tierra y pude observarlo a cierta distancia, pero de no ser por la pericia de Carlos -el timonel de la zodiac- la embarcación hubiera acabado siendo el sombrero de los leones marinos que tranquilamente y acostumbrados a estos imprevistos reposaban en la playa. El sunami que desencadeno la avalancha hizo escupir hielos de considerable tamaño a más de dos metros del borde de la costa. Contado así parece simple, pero como en las tormentas conviene escuchar los truenos lo más lejos de donde se producen o ir acompañado con gente experimentada que tiene el escudo protector de saber qué hacer cuando la tormenta arrecia.
Son otras muchas las situaciones curiosas y azarosas que se viven en este “penoso” trabajo antártico, como la alarma nocturna que hicieron saltar avisando de incendio a bordo y que tardo menos en ser resuelto que yo en enterarme y bajar del segundo piso de la litera en la que duermo, que tiene su intríngulis, no apto para unas prisas. Aunque he de confesar que en ese momento debía estar soñando profundamente y deleitándome de mis aventuras blancas pues me enteré del tal incendio cuando se dio el aviso de que ya estaba controlado. Otros compañeros muchos más espabilados salieron al punto de encuentro que resulta ser el salón científico que curiosamente era donde se había concentrado gran parte del humo. De nuevo la experiencia de la tripulación hizo que un problema que pudo ser grave, se quedara en mera anécdota para contar en un diario de uno que siente la necesidad de contar cosas para sentirse que realmente las ha vivido. Pues si uno no las cuenta a otros parece que no han existido o se han esfumado fugazmente. Es la nueva forma de martirizar a nuestros amigos que sustituye a los soporíferos pases de diapositivas de nuestros viajes de los años 90.
Y esto aún no ha acabado, aún nos queda llegar al nirvana antártico y nos esperan nuevas situaciones inesperadas en este caos incierto de este reino de laberintos de hielos. Cada día, cada bajada, cada rincón antártico guarda su misterio y si además es con mal tiempo, el caldo de cultivo es perfecto. Pues como cuenta Javier Cacho en el excelente libro que ha escrito sobre la vida del explorador noruego del Ártico, Fritdjof Nansen: “Lo difícil lleva su tiempo, lo imposible un poco más”. No se la razón, pero yo siempre me apunto al “un poco más”. Quizás sea ese punto de insensatez que tenemos los que no nos gusta la monotonía de la vida.